Poco menos de tres horas demoramos esta vez en llegar desde la capital hasta Porto, la segunda ciudad en importancia de Portugal, situada aún más al norte, famosa entre otras cosas por el vino típico, el oporto, ese que usaba la abuela o mamá para las tortas y biscochuelos, ese que se disfruta en postres, dulzón, que si te lo tomás demasiado rápido sin darte cuenta no te podés levantar.
Descendimos en Campanhã, una alternativa de más fácil comunicación a la central São Bento sigue vigente para trenes urbanos y de cercanías, y como sitio de gran atractivo turístico para los visitantes que buscan deleitarse con las historias relatadas en esos murales enormes de azulejos. Panorama que se repite a lo ancho de la ciudad, ya que también los encontramos revistiendo paredes de iglesias y capillas, sin importar lo grandes o pequeñas que sean, lucen decoradas por llamativos murales azulejados que reflejan historias de conquistas y santificaciones, como se puede ver en la Igreja Santo Idelfonso, la Capela das Almas y en el otro extremo, la Igreja do Carmo.
La ciudad es intrínsecamente más compacta que Lisboa pero a su vez más contenida en el barranco que envuelve al rio Duero, lo que convierte las pendientes más pronunciadas, teniendo la ciudad dos niveles muy marcados, aquello que yace y se desarrolla a orillas del río, con un origen netamente portuario y comercial de antaño, y aquellas partes más noveles, situadas en las zonas altas.
La primer sorpresa que encontramos es que, como buena ciudad evolucionada, no existen molinetes para acceder al metro, servicio público moderno, que asemeja más bien a un tram por sus formas, y por el relieve de la ciudad, alterna entre tramos subterráneos y al aire libre en las afueras circulando sobre la calzada en muchos casos.
Nos alojamos a escasas cuadras de la Igreja da Lapa, y haciendole frente al viento que marcaba claramente que estábamos más al norte, y el clima se convertía en algo más acorde al calendario, debimos abrigarnos.
Para cuando nos dimos cuenta estábamos descendiendo por la explanada de la avenida de los Aliados, y detrás, el desnivel, los monumentos, el río debajo, y al frente, el mítico puente de hierro Luis I, que constituye una de las imágenes más tradicionales de la ciudad.
En una panorámica de la ciudad uno se da cuenta que está plagado de cúpulas de iglesias sobre las que se destaca la Torre de los Clérigos, se se proyecta al cielo y marca las horas de la ciudad, con un estilo de arquitectura muy similar a la que uno encontrará en terra galega, de hecho la influencia de Santiago es visible, siendo uno de los puntos que el camino atraviesa.
Adentrándonos en las callejuelas y tratando de evitar descender aún, ya que el cuerpo notaba las dolencias de los días previos de intensas caminatas, llegamos al Miradouro da Vitoria, desde donde se contemplan las cúpulas abovedadas de la catedral Se do Porto, la perspectiva del puente con toda su estructura metálica típica, por encima del cual se erige cual fortificación, el Monasterio da Serra do Pilar, y debajo, las bodegas, con sus barcazas repletas de barricas de oporto, simulan una escena de antaño, listas para regar de delicioso vino las tierras altas del país.
Seguimos nuestro camino hasta la Fonte das Virtudes, el puente de hierro iba quedando a nuestras espaldas, estábamos mirando hacia el océano. Estábamos en búsqueda desesperada de algún bar donde refugiarnos pero sin darnos cuenta, era una zona casi que de oficinas, ya que estábamos rodeando el Palacio de Justicia, en nuestro afán de encontrar algo que francamente nos defraudó y era el llamado Palacio de Cristal, un salón de eventos que está cerrado, en estado casi de abandono. Por suerte está rodeado de un bello parque en una zona de barrancas escalonadas, que nos jugó la pasada de ser una especie de laberinto del cual, agradecidos por la vista, el descanso y la sombra, no podíamos salir para seguir camino.
Costó, pero lo logramos, apenas conseguimos tomar alguna bebida azucarada para levantar el organismo, y descendimos por la Rua de Entre Quintas, que le hacía honor a su nombre y nos encontramos de repente en un paisaje típico de un pueblito en medio de la ciudad, hasta llegar a la avenida de la costanera, el rio, el bullicio, el caos de tránsito y el dilema de hacia donde ir.
Costó, pero lo logramos, apenas conseguimos tomar alguna bebida azucarada para levantar el organismo, y descendimos por la Rua de Entre Quintas, que le hacía honor a su nombre y nos encontramos de repente en un paisaje típico de un pueblito en medio de la ciudad, hasta llegar a la avenida de la costanera, el rio, el bullicio, el caos de tránsito y el dilema de hacia donde ir.
En Oporto los tranvías son turísticos, de este modo se evita el abarrotamiento de gente a la hora de subirse como ocurría en Lisboa, pero el costo es claramente mayor, y los tranvías pierden la magia, es por ello que optamos por lo sano, nos montamos aun autobús, de dos pisos tal cual los ingleses, pero moderno, hasta con Internet, y nos trasladó siguiendo el río hasta su desembocadura en el Atlántico. Ahí, una vez más el océano, ese enorme charco que nos une de algún modo y nos separa de la tierra natal, de los seres queridos.
Al llegar al Forte do Queijo, una pequeña fortificación en medio de la costa, y tomamos la decisión de salir del ecosistema protegido que constituía la cómoda cabina del bus, y chocamos con la realidad, más bien, con el viento, que soplaba comunicándonos que no iba a ser posible disfrutar de unas horas de playa como día anterior en las cosas de Caparica, porque el viento era frio e intenso, y si bien había valientes ahí en el agua, el clima casi que forzaba al reparo, cosa que encontramos en el único puestito vidriado lindante con el puerto, donde por fin pudimos sentarnos, abrigados, a comer algo y tomar una cerveza que se había hecho desear.
Improvisamos una cena a base de tentempiés que no requieran cocción, una picada gourmet si se quiere, todo por la excusa de poder tomar el vino verde que habíamos comprado. Portugal se caracteriza, más allá del vino local que hace honor al nombre de la ciudad, por tener muy buenos vinos, algunos de ellos repiten varietal con los vinos gallegos, y por ser de precios accesibles.
Y se apagó la luz...hasta la mañana siguiente donde el brillo de un sol que no se decidía a asomarse entre las nubes dejaba entrar su claridad por las rendijas de las ventanas de madera antigua que habían dejado su escuadra hacía tiempo.
Último día en la ciudad, y hubo que ir cargado por un problema de comunicación con la dueña de casa, decidimos llevarnos todo para evitar problemas a última hora, ya cuando el avión se nos quiera escapar.
Qué íbamos a hacer sino caminar, pero pausadamente, teníamos muchas horas por delante y no quisimos que el vagabundeo se convierta en una carga. Las nubes amenazaban con arruinar la jornada, pero el viento hizo lo suyo y con el paso de las horas, no sin pagar con algunas gotas, logró dejar el cielo despejado.
Nos adentramos en la explanada de la catedral y visitamos su interior, donde percatamos que existía un sector con vistas preferentes por las cuales la curia decidió cobrar el acceso, y ya está clara mi política al respecto. Por lo que salimos y nos concentramos en las vistas exteriores.
Lo siguiente fué cruzar el puente de hierro y pasar a la otra margen del río, tener una vista de la ciudad desde el lado opuesto, descubrir que uno camina por la parte superior del puente a la par que pasan los "metros" y puede cruzar por entre sus vías a línea de acera a gusto. No voy a negar que algo de vértigo sentí, especialmente cuando uno ve esas rendijas de las planchas de metal que conforman la calzada donde se logra distinguir la altura.
Hay opciones para decender, por supuesto está el teleférico, pero hacerlo por las callejuelas tiene su encanto aunque representa un esfuerzo adicional. En esta margen, también repleta de turistas, están las bodegas, donde se puede hacer una degustación por diversas sumas que van de lo módico a lo exagerado. Muchas ya ofrecen servicio de restaurant, y hasta una experiencia hotelera de lujo donde los clientes son trasladados por el río hasta los alojamientos en las estancias de viñedos.
Recorrimos la margen del río de un lado a otro, descansamos con la vista, y decidimos ir por dentro de los pasillos, donde también había algunos tesoros bodegueros escondidos, y percatarnos del intenso aroma a fermento de uva que se extendía por las callejuelas, no podía ser de otro modo, se respira vino!
El regreso a la margen principal de la ciudad fué por la parte inferior del puente donde es la circulación de vehículos. De este lado en la costa, el ambiente es el mismo, edificios coloridos con decentas de opciones de restaurantes estilo Puerto Madero pero sin transformar la fisonomía de la ciudad.
Por suerte para subir encontramos un ascensor, que nos depositó a media altura, debimos seguir subiendo perdidos por escaleras de alturas dispares, donde las rodillas ya comenzaban a flaquear tras recorrer el día entero pertrechados con las pertenencias en la espalda, y aún sin haber comido, movidos por la desesperación de encontrar un sitio cómodo y no puramente turístico para comer algo, estiramos las fuerzas hasta una pequeña plaza a la vuelta de la Universidad a ingerir algo que nos revitalice.
Las últimas horas del día, disfrutando del sol, nos dedicamos a descansar recostados en el césped de la Plaza de los Clérigos, y antes de partir rumbo al aeropuerto, nos despedimos de Portugal con un café con pastelitos de nata, uno de los más destacados placeres que nos llevamos de este viaje.