Es Jueves por la noche y el hombre sale raudamente de su casa, apretado por el horario, apura el paso y huye con la picardía de sentir estar haciendo algo en parte a escondidas. Su pareja trabaja, lo dejó otras atrás con un demoledor "pasala bien y no te pelees".
Se aproxima la hora y el autobús prometido no llega a su tiempo, se demora 25 minutos, los nervios, ante tan extravagante situación hacen que se acelere el pulso. Por unos instantes, teme no llegar a tiempo, imagina que se va al demonio su impronta aventurera, su decisión intempestiva de lanzarse a la aventura.
Ya en el lobby de un aeropuerto vacío, sin huestes veraniegas, funde un abrazo con su amiga que lo espera y se apresuran juntos a pasar los controles, y aprovechan a ponerse al día, haciendo vivo el tiempo muerto de la espera del vuelo en el que están a punto de fugarse un día de semana, por la noche, a una isla en el Mar Mediterráneo en un incipiente verano aún por estallar.
Casi madrugada, aterrizan y los recibe otra amiga, cómplice y partícipe local. Con ella, la escena de los abrazos se repite, aún con más de euforia. Es un reencuentro tras muchas andadas y bastante tiempo transcurrido. Ella completaba el cuadro.
Atrás quedaron obligaciones. Por vivir, todo lo que la imaginación de un grupo adulto de personas que decidió dejar a un lado roles y responsabilidades en pos de escaparse por la noche para vivir una aventura en isla paradisíaca en medio del Mediterráneo pueda llegar a imaginar.
Sigamos imaginando, pensemos en Mallorca, la mayor de las hemanas Baleares. Pongamos unas fechas, los inicios de Junio, cuando el sol comienza a picar y el ambiente veraniego puja por florecer, las prendas sueltas dejan mucha piel a la vista y el juego de las sombras, el gato y el ratón, la seducción de una historia de amor estival se alborota en las neuronas de muchos veraneantes.
La carretera deja atrás el aeropuerto, la capital y las luces , nos adentramos en el campo, y al atravesar dos túneles, el camino nos deposita en un paraje idílico, una bahía encantada repleta de yates, rodeada de montañas en las que el mar, mansamente, ingresa por entre los cabos, cada uno iluminado por su respectivo faro. Ese lugar llamado Puerto de Sóller.
Con directa vista al mar, bajo la luz de la Luna y las estrellas, a escondidas de la Serra de Tramuntana, ya se podían hacer a la idea de que la mañana siguiente, el paisaje luciría mucho más deslumbrante, e iba a llenar de colores lo que por la noche reflejaba sombras y destellos.
Quedaba noche aún por delante y lugar para sorpresas cuando de pronto, los tres aventureros se vieron súbitamente en la misma habitación, en el preludio de lo que sería un gran fin de semana.